El hombre de los fuegos y las nieves
El 25 de octubre de 1881, Pablo Picasso fue despertado por el fuego: ese día, minutos después de haber llegado al mundo, las comadronas que atendieron el parto lo dieron por muerto. Él no se movía ni respiraba. Su tío Don Salvador, haciéndole honor a su propio nombre, fue quien lo revivió: despacito, le acercó a la cara el puro que estaba fumando y le echó una bocanada de humo. Fue el ataque de tos más festejado de la historia.
Años después, sin humo en el rostro pero con la llamita encendida en las manos, Picasso pronunció, como pudo, su primera palabra: “Piz, piz”, repitió hasta que lo escucharan. Él no pedía que le acercaran un enorme inodoro para satisfacer sus necesidades básicas, sino un simple lápiz con el que pudiera dibujar las palomas que frecuentemente bocetaba su padre José.
El mismo José, además de transmitirle el gran placer por las pinturas, le adosó la pasión por la tauromaquia. Desde los seis años, Picasso asistió a la plaza de toros, en Málaga.
Entre los cuadros de mil colores y las capas rojas que eludían a los cuernos, él ignoró las tareas de colegio y siempre, durante toda su vida, le costó horrores decir de corrido el abecedario. Tampoco le fue bien con los números: cuando vio el cero por primera vez, pensó en los ojos de un ave; y cuando descubrió el siete, se lo imaginó como una nariz dada vuelta.
Recién a los ocho años finalizó su primera obra, “Crepúsculo en el puerto de Málaga”. Aquel comienzo como artista casi se interrumpe cinco inviernos más tarde: Concepción, una de sus hermanas, falleció en enero de 1895 por una difteria. Ella tenía siete años. Antes de que muriera, Picasso le prometió a Dios: “Si la salvas, dejaré de pintar”. Y Dios miró para otro lado.
Un mes después, se trasladó con su familia a Barcelona. Allí se presentó en la Escuela de Bellas Artes de la ciudad. Para ingresar a dicho establecimiento, los postulantes debían pintar un cuadro. Todos tardaron casi un mes. Picasso lo terminó en un día.
Tiempo más tarde, en una muestra realizada por la misma escuela, exhibió “La primera comunión”.
Luego de muchos elogios y de viajar por Madrid y Tarragona, realizó su primera exposición en el café “Els Quatre Gats” de Barcelona. Como no tenía plata para los marcos, colgó sus lienzos con tachuelas.
Para ese entonces, París ya le tocaba la puerta. En octubre de 1900, Picasso se trasladó a la capital francesa y recorrió de punta a punta los cafés y los cabarets. Los problemas de dinero que sufrió en aquella época fueron tan grandes como la Torre Eiffel: pasó hambre, quemó sus propios lienzos para combatir el frío, y llegó a dormir en un apartamento tan chiquito que debió turnarse con su amigo Max Jacob para conciliar el sueño.
Para colmo de males, Carlos Casagemas, otro de sus más allegados, no pudo aceptar el “no” del amor de su vida y se pegó un tiro en la sien. Picasso, impulsado por los terrores del sufrimiento, dio comienzo a su “Período azul”.
Sin embargo, en 1904, Fernande Olivier le ofreció compartir la tristeza: Picasso la conoció en la puerta de su apartamento, en Montmartre. En aquel estudio, él tenía colillas de cigarrillo desparramadas por el suelo, tubos de pintura asfixiándole el paso, e incluso cuadros apilados en la bañera. Eso, sin contar a las mascotas: varios gatos, dos perros, una rata y hasta una mona. Entre sustos y besos, Fernande atravesó la puerta y aceptó quedarse. El susto duró un poquito; los besos, siete años.
El “Período rosa”, a partir de allí, empezó a dominar sus pinturas. Arlequines, equilibristas, acróbatas y saltimbanquis disfrutaban de la fiesta. Todo era, literalmente, color de rosa para ellos. Hasta que un día de 1905, llegaron ellas con sus cuerpos desnudos y no les quedó otra que salir de los lienzos y volver al circo.
Ellas, “Las señoritas de Avignon”, se incubaron en los ojos de Picasso cuando éste descubrió las primitivas máscaras africanas. Por las inigualables y hasta allí jamás dibujadas formas, la crítica despedazadora hacia su pintura fue unánime. Sus propios amigos, después de ver la obra, le recomendaron que se dedicara a la caricatura. Picasso acabó aceptando el rechazo: sin posibilidades de convencer a nadie, las señoritas de Avignon fueron encerradas durante casi diez años en un armario. Cuando salieron, ya sin pudores de mostrarse libres de ropas, comenzaron a enamorar gente. Y hasta le pusieron nombre a su movimiento: Cubismo.
Picasso rechazó rotundamente aquella etiqueta. Se enojó tanto con la palabra “cubismo” que un día faltó a una entrevista excusando que a esa hora debía darle de comer a su chimpancé. Y eso no era nada: cada vez que le molestaba una pregunta o le parecía aburrida una charla, sacaba su arma del bolsillo y disparaba hacia arriba con el objetivo de callar a todos. Nadie sabía, en realidad, que su revólver era puro ruido y carecía de balas.
En 1913, no obstante, un tiro con forma de noticia le impactó de lleno en el corazón: su padre José había muerto. Picasso lloró mucho, y siguió llorando largo rato: en aquel entonces, también se enteró de que su nueva novia, Eva Gouel, sufría bronquitis. Para que ella estuviese cerca de los médicos, se mudaron a un estudio ubicado en la calle Schoelcher, en Montparnasse. La única vista que ofrecía el apartamento era el cementerio de la ciudad. Pronto, se supo: Eva no padecía bronquitis, sino tuberculosis. Y pronto, muy pronto, al cementerio fue a parar.
Afortunadamente en la primavera de 1917, Picasso volvió a enamorarse. Esta vez de una bailarina rusa de 25 años, llamada Olga Khokhlova. Con ella se casó el 12 de julio de 1918, y tuvieron un hijo, Paul.
Ni siquiera Paul, después de una década de caricias, fue capaz de sostener el matrimonio: es que en 1927, Picasso no pudo resistirse a María Teresa. Él tenía 45 años y ella apenas había cumplido los 17. Le bastó una semana para convertirla en su amante y regalarle, como si fuera su padre o su abuelo, unas hermosas muñecas. Las muñecas no fueron lo único que le obsequió: también le compró un departamento justo enfrente de donde él vivía con Olga y con Paul.
Para coronar la hazaña de macho superpoderoso, Picasso dejó embarazada a María Teresa y abandonó a Olga. Esta vez, quien arribó al mundo fue una niña: Maya.
Tampoco Maya fue capaz de sostener, en este caso, el noviazgo: cuando Picasso vio por primera vez a Dora Maar, ella jugaba a pasarse una navaja entre los dedos sin que ésta le atravesara las falanges.
Fue ella quien besó y fotografió todo el período de la creación del “Guernica”.
El 26 de abril de 1937, en plena Guerra Civil Española, la Legión Cóndor alemana bombardeó la ciudad de Guernica, a las órdenes del dictador Franco. El ataque duró más de tres horas y asesinó a cientos de personas.
Picasso reflejó la masacre en el cuadro más famoso de toda su obra, luego lo envió a Nueva York, y más tarde pidió que por favor no volviera a España hasta que la dictadura hubiese acabado. El lienzo estuvo 41 años exiliado. El día en el que lo sacaron del museo del MoMA, en Manhattan se cortó la luz. La pintura cruzó toda la ciudad sin que un solo semáforo le diera el paso. ¿Rojo, amarillo, verde? Demasiado arcoíris para su cielo. El “Guernica”, pintado solamente en blanco y negro, había nacido entre las sombras. Sin una marquita, sobrevivió al trayecto, se subió a un avión y llegó a España.
Pero en 1943, y antes de que el “Guernica” hechizara nuevamente a todo su país, Picasso continuó haciendo magia en temas amorosos. Ahora, además de Dora, la “Mujer que llora”, una joven de 21 años llamada Francoise Gilot empezó a prodigarle sus encantos. Y sus encantos eran tales que Picasso la obligaba a vestirse de negro y a llevar un velo, para que nadie le pudiese robar semejante tesoro.
Tesoro que a partir de 1947, ya sin Dora de por medio, se abrió dos veces: el oro llegó con el nombre de Claude, nacido el 15 de mayo de ese mismo año; y también con el de Paloma, el 19 de abril de 1949.
Sin embargo, en 1953, abrumada por los engaños de Picasso, Francoise lo abandonó. Fue la única mujer que tuvo el coraje de hacerlo. Cuando él vio que ella se iba, le gritó: “Volverás corriendo en una semana”. Y la semana fue para siempre.
Casi una década después, el 2 de marzo de 1961, se colocó otra vez el anillo de compromiso. Su segunda esposa, Jacqueline Roque, lo respetaba tanto que lo llamaba “Monseñor”. Incluso, para recordarle que la muerte seguía bien lejos y no tan cerca como verdaderamente lo estaba, ella limpiaba su estudio todos los días para que, en caso de que uno de sus pájaros cayera de la jaula y se estrellara contra el suelo, él no lo viera.
Pero nadie engaña a la muerte.
El 8 de abril de 1973, a los 91 años, Picasso murió debido a un edema pulmonar en la localidad de Mougins.
Dos días después, cuando se llevó a cabo su funeral, en Mougins nevó. Nevó muchísimo. Esa mañana del 10 de abril de 1973, por primera vez en mucho tiempo, el paisaje lloró copos de nieve y dejó la hoja en blanco. Por si él regresaba.
ESCRITO POR SANTIAGO CAPRIATA