Pintado de cera
El 11 de mayo de 1904, en Figueras, nació Salvador Dalí. Ese día, cuando salió del útero de su madre, asomó con dos cabezas. Una cargada de vida, y otra manchada de muerte: sus padres todavía lloraban el fallecimiento de su hermano, también llamado Salvador, a quien una gastroenteritis lo fulminó cuando recién aprendía a caminar.
El nuevo Dalí, el sobreviviente, quien vio la luz nueve meses después de aquella tragedia, se vistió con las ropas del Salvador muerto y se divirtió con sus juguetes. A los cinco años, sus padres lo llevaron a visitar la tumba del difunto y le dijeron que era su reencarnación. Él, asustado, se lo creyó.
Y se lo creyó tanto que comenzó a elaborar estrategias para crear su propia imagen: se negó a dormir y a comer, orinó su cama a propósito, desparramó heces por todos los rincones de la casa y hasta se confesó ante su familia: “Yo de grande quiero ser cocinero. Y también quiero ser Napoleón”.
En la escuela, sus compañeros le regalaban cajas con saltamontes para festejar a carcajadas sus ataques de pánico, y los profesores contaban que él salía a los recreos con un único fin: estrellarse la cabeza contra las columnas de mármol. Luego, Dalí explicaba: “Es que nadie me miraba”.
Tiempo después, en la residencia de estudiantes de Madrid, conoció a Federico García Lorca y a Luis Buñuel. Ellos lo ayudaron a cruzar la calle solo, que no podía; a realizar los trámites, que no sabía; y a ir al cine, que le temía. Pronto los tres se hicieron muy amigos. Incluso Lorca, con el transcurrir de los momentos compartidos, terminó apreciando de Dalí no sólo las pinturas de sus óleos, sino también las pinturas de su cuerpo. El amor no fue correspondido.
En 1927, a sus 22 años, Dalí tuvo su primera cita romántica. Para aquel encuentro decidió perfumarse con una mezcla de aromas que incluía aceite, su propia sangre y hasta estiércol de cabra. Debió haberle funcionando esa ensalada de fragancias porque Gala, la mujer en cuestión, se enamoró de él y se siguió enamorando hasta el final de sus días.
Dos primaveras más tarde, cuando ya había alcanzado cierta notoriedad, su padre lo expulsó de su casa. “En ocasiones escupo sobre el retrato de mi madre para entretenerme”, había escrito el pintor. Su madre había muerto años atrás. Dalí finalizó la discusión entregándole a su progenitor un preservativo usado. “Tomá, ya no te debo nada”, le dijo, y se marchó.
Al marcharse, siguió construyendo hábitos inusuales: comenzó a ponerse miel en los bigotes para que las moscas descansaran sobre ellos, les prohibió a sus amigos llamarlo antes de las doce del mediodía a causa de los escandalosos insomnios que padecía durante las noches, y empezó a dormir con una cuchara en la mano para despertarse cuando ésta cayera al suelo. Así, decía, nunca olvidaba lo que soñaba. A su vez, adquirió un ocelote y un oso hormiguero como mascotas. Cual perros domésticos, correa en mano, los animales lo acompañaban por las ciudades donde Dalí estuviese.
Por sus increíbles bocetos y por sus disparatadas rutinas cotidianas, cuentan que durante su estadía en Estados Unidos logró un nivel de fama tan rutilante que entre 1940 y 1970 no hubo una sola fecha en la que el nombre Dalí no apareciera en algún medio de comunicación de aquel país. Fue tal el barullo de su presencia y el estrépito de su obra, que revolucionó para siempre la industria de la pintura.
Curiosamente esa palabra, “revolución”, de chico no podía escribirla. Siempre que Dalí trataba de hacerlo, las faltas de ortografía le ardían la vista a cualquier ojo. Una vez, cansado ante la equivocación constante y vergonzosa, su padre exclamó al aire:
“Este niño, pase lo que pase, tiene que morir cubierto de piojos”.
El 23 de enero de 1989, día en el que falleció, a Dalí lo embadurnaron de cera para que sus seguidores pudieran verlo por última vez.
Su cuerpo no se fue cubierto de piojos. Se fue, de pies a cabeza, cubierto de brillo.
Escrito por Santiago Capriata