sábado, 4 de junio de 2016

En la Primaria, Mohandas no tenía piernas, lengua, ni ojos: allí, en la escuela, habitualmente se quedaba apartado en un rincón del aula, no hablaba con sus compañeros y tampoco se copiaba en los exámenes. Una tarde, el profesor de ortografía entregó una evaluación en la que los alumnos debían deletrear la palabra “tetera”. Mohandas la deletreó mal. El profesor quiso abrirle los ojos invitándolo a leer la hoja que estaba en el pupitre de al lado. Mohandas se negó. Fue el único reprobado de la clase, pero ciego, lo que se dice ciego, ya no estaba.
A los 13 años, por tradición india, los padres arreglaron su casamiento con una mujer llamada Kasturba, que le daría cuatro hijos y sería su esposa toda la vida.
No obstante, a pesar del compromiso, él era un adolescente. Como tal, arremetió contra las murallas de la timidez y del silencio convidándole a su boca todo tipo de fuegos. Pecando contra su propia religión, probó carnes calientes y prohibidas que le llenaron el apetito de sabores. Pecando contra su propia salud, fumó cigarrillos de tabaco que lo incitaron a cometer pequeños hurtos para seguir inhalando el vicio.
A los 18 años, luego de que renunciara a las tentaciones y sufriera la muerte de su padre y de su primer hijo, partió a Londres a estudiar Derecho. En aquellas tierras fue donde comprobó que algunos suelos pueden moverse: la primera vez que entró a un ascensor creyó que en realidad había ingresado a una habitación de hotel. El movimiento de la caja metálica casi lo mata del susto. Cuando Inglaterra por fin dejó de impresionarlo, Mohandas se compró un suntuoso sombrero, un bastón con mango de plata, empezó clases de baile, de violín y de francés, y aprendió a cantar el famoso “Dios salve a la Reina”. En junio de 1891, obtuvo el título y se dispuso a volver a la India.
Al regresar, la familia le dio la bienvenida con abrazos de luto: su madre había muerto mientras él viajaba en alta mar. Despejó su cabeza yéndose a Bombay, donde ingresó a un estudio jurídico. La defensa de su primer caso como abogado la construyó a base de pasos y no de palabras: luego de quedarse mudo en plena corte al momento de hablar, Mohandas caminó hasta la salida del recinto, dejó a su cliente sin aliento ni alegato, y nunca más volvió a entrar.
Pronto lo contactaron de Sudáfrica para ofrecerle un puesto. Aceptó. Le consiguieron un boleto de tren de primera clase con destino a Pretoria. Por negro, en pleno viaje, Mohandas y su equipaje salieron despedidos del vagón. Las raspaduras del golpe lo indujeron a interiorizarse en las condiciones de vida de los indios en el territorio. En sus primeros discursos se dio cuenta de que sus compatriotas no entendían su idioma. Por eso, ofreció sacarse el traje de abogado y ponerse el de docente: ya había aprendido a deletrear la palabra “tetera”.
El curso de enseñanzas en Sudáfrica duró 21 años. Allí, Mohandas habló sobre la “no violencia”, fundó el Congreso Indio de Natal, luchó hasta reducir la tasa impositiva, logró legalizar el matrimonio entre indios, se disfrazó de policía para que no lo lincharan y observó con cariño las celdas de la prisión. Desde una ventanita de la cárcel, Mohandas miraba cómo sus alumnos aprobaban todos los exámenes: cada vez que era sentenciado al metro cuadrado, ellos lo esperaban afuera mientras miles y miles de garrotazos les abrían las pieles. Ni uno de sus seguidores, nunca, levantó siquiera un dedo meñique.
En 1915, a los 45 años, retornó a su país de origen. Fue el poeta Tagore quien lo bautizó como “alma grande”. O como Mahatma. Mahatma Gandhi.
Con nombre nuevo y con pupilas también, recorrió la India de punta a punta. Vio, llorando impotencia, cómo 100 mil ingleses explotaban a más de 300 millones de indios que no tenían derecho a reír ni bostezar. Entonces, les mostró a los suyos que las carcajadas y los sueños son propiedades privadas, muy privadas, que se disfrutan más cuando se las hace públicas, muy públicas. Por eso, multitudes jamás vistas en la historia lo abrazaron de piernas para caminar juntos. Así, unos meses después, los obreros y él lucharon por el aumento de sueldo. Fue la primera vez que Mahatma ayunó por su pueblo: al tercer día comiendo hambre, el reclamo fue escuchado y los salarios aumentaron.
Pero aumentaron, también, las represiones policiales. El 13 de abril de 1919, pocos en la ciudad de Amristar estaban informados acerca de la “Ley Rowlatt”, que prohibía tajantemente cualquier tipo de reunión pública. Esa tarde, miles y miles de habitantes se congregaron en el jardín Jallianwala Bagh para protestar contra las acciones del gobierno. Las voces de repudio quedaron mudas muy rápido: horas después, el general Reginald Dyer llegó con un batallón de soldados, dio la orden y más de trescientas personas fueron acribilladas. Las otras se salvaron gracias a los fusiles. El general Dyer quiso seguir matando: las armas, luego de quince minutos de abatir hombres, mujeres y niños, fueron las que se quedaron sin balas ni ganas.
La rueca fue un ícono de la independencia india
Inglaterra no lo supo. Aquella masacre que quemó de tiros a los corazones muertos, también incendió el fervor de los corazones vivos. Porque los indios, a partir de allí, arrojarían en distintas fogatas las ropas y los alimentos traídos del extranjero, y la rueca aprendería a tejer cuerpos vestidos de libertad, muy propios y nada ajenos.
Gandhi agarrando un puñado de sal. El pueblo lo siguió. En los días posteriores, más de 80 mil personas fueron encarceladas por vender y comprar sal en las calles
Pero para independizarse del amo, primero hay que aprender a ser esclavo: los grilletes son hierros bobos que nunca van más allá de las manos. Otra vez encarcelado, y otra vez, y otra vez más, Mahatma liberó neurona a neurona para meditar y pensar. Pensando, tuvo una idea brillante: caminar. Ya del otro lado de las rejas, el 12 de marzo de 1930, emprendió la “Marcha de la Sal”, un movimiento que boicoteaba los excesivos impuestos del Imperio a este mineral. Alrededor de ochenta voluntarios lo acompañaron en su primer paso. Huella a huella, él y los suyos pisaron los caminos durante 24 días hasta arribar al pueblo costero de Dandi. Allí, ante los miles de ojos que se habían sumado a sus filas, se acercó a las orillas del océano Índico, tomó un puñadito de sal y lo ofreció a la India entera. ¿Acaso las olas también construyen fronteras? ¿Por qué esta agua que nos moja pertenece a pies sin un granito de arena? Con la sal en la punta de sus dedos, Mahatma convenció a su pueblo de tomar lo que era suyo. El mar lo asegura: no era sal. Lo que tenía Mahatma en la punta de sus dedos, en realidad, era polvo de hadas.
Mágico, increíble, irreal, así vio la prensa internacional a ese viejito miope de cincuenta kilos, que les siguió ganando las batallas a los reyes de la espada absolutamente desarmado, con un humilde taparrabo, unas chancletas mugrientas y un bastoncito hecho palo.
Tiunfo a triunfo, cuando la independencia dejó de ser sólo una palabra ilusoria y se transformó en una posibilidad real, la India, que hasta allí había sido una sola, se partió en dos. Los musulmanes que poblaban el territorio quisieron formar su propio estado, llamado Pakistán. El 15 de agosto de 1947, después de 32 años de lucha, la India fue libre, también lo fue Pakistán, y en realidad nadie lo fue del todo: ahora había hindúes viviendo en tierras musulmanas, y musulmanes viviendo en tierras hindúes. Al momento de dividir los territorios, se dispuso que cada quien debía trasladarse al lugar del mapa que le correspondía a su religión. Y el desfile de cuerpos comenzó, y la mudanza fue matanza: alrededor de quinientos mil individuos perdieron la vida en esos días de éxodo al cielo.
Mahatma, a modo de penitencia, volvió a ayunar. Tenía 78 años. Ya no le respondían las piernas ni tenía fuerzas para hablar cuando hindúes y musulmanes se le acercaron al oído para jurarle que iban a dejar de asesinarse. Acostado en una cama, sin alzar la voz ni la vista, Mahatma paró la guerra.
El extremista hindú Nathuram Godse fue quien lo asesinó. Al año siguiente, lo ejecutaron
Semanas más tarde, una bomba le explotó cerca. Él pegó un respingo, y luego continuó con la cadena de oración como si nada.
“Moriré a manos de un asesino”, le dijo a uno de sus mejores amigos.
Diez días después, el 30 de enero de 1948, tres disparos de pistola le dieron la razón.