miércoles, 23 de diciembre de 2015

Ernesto Guevara supo desde la panza que al reloj del planeta lo mueven agujas muy cortitas. Por eso pidió permiso anticipadamente: cuarenta y dos días antes de lo previsto, el 14 de junio de 1928, su madre Celia lo dio a luz en un sanatorio de Rosario.
A las semanas de nacer, padeció una bronconeumonía muy grave que casi lo expulsa del mundo. En ese momento la muerte andaba buscando a alguien que le regalara los pulmones, y lo encontró: porque dos años más tarde, Ernesto Guevara sufrió el primero de sus muchos ataques de asma.
La enfermedad hizo que toda su familia se trasladara a la ciudad de Alta Gracia, en Córdoba. El clima seco, sin embargo, no sirvió para atenuar los constantes silbidos de su respiración: a los siete años él no figuraba en ningún establecimiento de educación primaria. Cuando finalmente fue anotado en una escuela, sólo pudo cursar formalmente segundo y tercer grado.
La casa en la que vivió en Alta Gracia, hoy convertida en museo
Condenado a estudiar desde su casa, Ernesto Guevara cambió a los maestros de pizarrones por maestros de libros: Julio Verne, Alejandro Dumas y hasta Sigmund Freud comenzaron a ser leídos por sus ojos. El regocijo por la literatura también lo sintió por el ajedrez.
La fotografía fue otro de los campos que le empezó a gustar. Pero las imágenes que tomaba él. En las que le sacaban los otros, Ernesto Guevara siempre aparecía igual: el pelo engrasado, los pantalones desgarrados y los zapatos de diferente color. Imposible: a alguien que usaba la misma remera durante una semana entera, la estética no podía importarle.
Sí le interesaba jugar al rugby, explorar los montes, subir a los árboles y correr hasta que sus bronquios se pusieran en rojo. El verde lo puso él a los veintiún años: en una bicicleta a motor decidió recorrer gran parte de la Argentina. Doce provincias fueron testigos de esos pies que dos años más tarde, en 1951, dejaron huellas en otros países: en esta segunda travesía lo acompañó su amigo Alberto Granado. Cuando partieron desde la estación de ferrocarril Retiro, Ernesto Guevara saludó a su familia con un grito premonitorio: “Aquí va un soldado de América”. Los familiares sonrieron: pensaron que el grito era un chiste.
En 1952, después de conocer las ruinas de Machu Picchu y de permanecer internado una semana en un hospital de Perú tras una crisis asmática por oler pescado, Ernesto Guevara regresó a Buenos Aires con el objetivo de rendir las doce materias que le faltaban para recibirse de médico. Estaba tan deseoso de volver a viajar que las metió todas en un solo año. Luego, por supuesto, partió de nuevo.
Chocaba copas en un bar de Costa Rica festejando la Nochebuena de 1953 cuando escuchó a un par de cubanos referirse a lo sucedido en julio de ese mismo año en el cuartel Moncada. Un grupo de hombres liderados por Fidel y Raúl Castro habían tratado de asaltar aquella fortaleza para desestabilizar al dictador de ese país, Fulgencio Batista. Ernesto Guevara creyó más en los renos de Papá Noel que en todas las atrocidades que acapararon sus oídos. Molesto, desafió a los contadores de pavadas: “Ahora por qué no se cuentan una de cowboys…”.
Los disparos y las muertes dejaron de ser pura película cuando en 1954 fue derrocado Jacobo Árbenz, el presidente de Guatemala. En aquel territorio, meses atrás, Ernesto Guevara había conocido a Hilda Gadea, su primera esposa. Pero los besos tardaron un tiempito en concretarse: allí la situación se tornó tan espesa que él debió dormir en la embajada argentina para refugiarse de las balas. Luego, lo mandaron a México.
Fidel Castro (izquierda) y Ernesto Guevara (derecha), en México
En la tierra de los tacos y de los mariachis, él y su mujer tuvieron a su única hija. La satisfacción por la recién nacida fue tan enorme como el primer día que vio a Fidel, también exiliado en aquellas latitudes. Después de muchas conversaciones, Ernesto Guevara se ofreció a sumarse al movimiento y fue aceptado.
Fidel pretendía hacer la revolución en Cuba, no sin antes de que sus ochenta hombres se entrenaran en una de las tantas fincas perdidas por ahí: el curso intensivo de explosiones y de trincheras duró tres meses. El mejor de la clase no fue Ernesto ni Guevara: fue simplemente el “Che”, apodo que se le otorgó durante aquellos días.
Sin embargo, el gobierno mexicano los descubrió en las semanas posteriores y los apresó. El Che realizó dos huelgas de hambre en dos meses. Cuando lo liberaron, juro abandonar el país. Eso sí: no dijo cuándo. Pasó escondido los tres meses siguientes, sin cruzar la frontera.
El 25 de noviembre de 1956, el “Movimiento 26 de julio” partió hacia Cuba en el yate Granma. Eran ochenta y dos revolucionarios en una nave que sólo estaba capacitada para unos veinte cuerpos. Si todo salía bien, el 30 de ese mismo mes irrumpirían en las costas cubanas. Pero los planes que gritan justicia nunca son demasiado justos con los justicieros. Llegaron el 2 de diciembre, y nadando: el bote encalló a varios metros de tierra firme. Luego de cuatro horas de luchar contra el agua, se internaron en la selva.
A las 72 horas hicieron una parada en Alegría del Pío para descansar las llagas de los pies. No hubo nada de alegría, en realidad: una ráfaga de tiros los acribilló vivos. El Che sintió el calor sobre su cuello y la muerte sobre su corazón. Una bala lo rozó en el griterío y un silencio lo calló en su temblor. No escuchaba nada, hasta que alguien gritó: “Aquí no se rinde nadie, carajo”. Camilo Cienfuegos seguía vivo en su propia voz. Y el Che también.
Luego del enfrentamiento, de los ochenta y dos rebeldes iniciales quedaron veintidós. Esos sí que estaban locos en serio: treinta mil hombres de Batista los esperaban con cuchillo y tenedor, pero ellos seguían firmes. El primer gustito con sabor a victoria fue el 17 de enero de 1957, cuando ganaron su primera batalla. Después de aquella contienda, el Che robó dos lápices y un cuaderno y estrenó su “Diario de campaña”.
Las victorias continuaron y la marcha también: el Che, además de avanzar con su fusil recitando poemas de Pablo Neruda, ahora revisaba a los enfermos de los pueblitos y lloraba al observar cómo los gusanos se comían literalmente a los nenes. Cuando los campesinos lo veían llegar, no lo podían creer: la mayoría nunca había hablado con un médico. Por esto, y por las miserias incalculables sufridas a lo largo de sus vidas, la población civil se unió a las filas de los subversivos. Fueron aceptados con la condición de que aprendieran a leer y a escribir.
El 5 de mayo de 1958, ante el notorio crecimiento del grupo guerrillero, Batista anunció la “eliminación definitiva” de los insurgentes. Lanzó doce mil hombres a su búsqueda y a su exterminio. Dos meses después, retiró a los soldados: doce mil hombres a veces es muy poco.
Estimulados por el éxito en Sierra Maestra, Fidel quiso ampliar los horizontes. El objetivo consistía en llevar la guerra al llano. Ya con la estrella de comandante adosada a su boina, el Che partió con más de ciento cuarenta facciosos hacia la provincia de Las Villas. Estuvieron horas y horas enteras sin probar un bocado, y caminaron quinientos kilómetros en cuarenta y cinco días. A destino llegaron el 7 de octubre.
El 29 de diciembre se produjo la batalla final en Santa Clara. Nunca se festejó tanto un Año nuevo en esas tierras: el primero de enero de 1960, Batista abandonó la isla y la Revolución Cubana cantó victoria. En esas horas, el Che recibió un llamado. Era su padre, Ernesto, desde Argentina. Ninguno de los dos reconoció la voz del otro.
Cuba, el Che y su frase: "Hasta la victoria siempre"
Días más tarde, toda su familia se trasladó a la isla. El abrazo del Che con su madre duró los seis veranos que estuvieron separados y ahí, en Cuba, a sus treinta años, Celia lo parió de nuevo: Fidel lo nombró “cubano de nacimiento” y la gente lo adoptó como suyo. Su apodo estaba bien puesto desde la primera vez que sonó en el aire: “Che”, en guaraní, significa “mí”.
El 2 de junio de 1958 volvió a comprometerse. Esta vez lo hizo con su secretaria, Aleida March. En la fiesta de casamiento el público brindó por los novios, pero también por los diez mil cuarteles militares que fueron convertidos en escuelas para disminuir el 30% de analfabetismo que sufría el país.
En los casi diez años posteriores, el Che presidió el Banco Nacional de Cuba, estuvo a cargo del Ministerio de Industrias, publicó manuales sobre guerrillas, y viajó por varios continentes para fortalecer las relaciones internacionales con las demás naciones.
Pero las botas de un revolucionario no aguantan estar limpitas de barro por mucho tiempo.
Por eso en 1966 se deshizo de todas las responsabilidades burocráticas y, en afán de que nadie pudiese reconocerlo, se afeitó la barba, se tiñó el pelo de rubio, desempolvó las corbatas y los trajes, y sonrió con una dentadura postiza. De este modo recorrió el territorio sudamericano en busca del lugar propicio para clavar su bandera. Eligió Bolivia. Antes, no obstante, despidió a Fidel, a Aleida y a los cuatro hijos que tuvo con ella: los nenes, sus nenes, la última vez que lo vieron no pudieron distinguir a la persona que estaba detrás del disfraz. El Che se fue para siempre sin escuchar un solo “papá”.
El 3 de noviembre de 1966 arribó a Bolivia. Cuatro días más tarde, los cuarenta y siete combatientes que componían el foco guerrillero se ubicaron cerca del río Ñancahuazú, al sudeste del país. Si en Cuba alrededor del 30% de la población era analfabeta, en Bolivia se duplicaba el porcentaje. A su vez, el 50% de los hombres explotados en las minas no superaba los treinta años.
En enero y febrero de 1967, las armas comenzaron a llegar en bolsas de cemento. Recién en marzo se produjo el primer enfrentamiento. A pesar de haber ganado la batalla inicial, a partir de allí la guerra fue de mal en peor: el rechazo de la población local a los revolucionarios y la ayuda casi nula de algunos sectores comunistas hacia ellos desembocaron en una derrota que se consumó a los siete meses de apretar por primera vez el gatillo.
El Che capturado en Bolivia
El 8 de octubre de ese mismo año, El Che fue arrestado por las fuerzas del presidente René Barrientos en la Quebrada del Yuro. Los captores avisaron a sus superiores: “Tenemos a Papá”. Papá era el nombre en clave para referirse al Che. De la boca de sus enemigos salió la palabra que le debían sus hijos.
Al día siguiente lo fusilaron en una escuelita de La Higuera, a sus 39 años. Ningún soldado se animó a limpiar la sangre: no hubieran podido lavarse las manos como lo hicieron después.
Precisamente en una lavandería, lo exhibieron. Los flashes volvieron a quemarle las venas. Horas más tarde, le cortaron las manos para que los especialistas en huellas digitales corroboraran su muerte. Y luego, desaparecieron el cuerpo.
Llevó casi treinta años encontrarlo. Cuando los antropólogos lo descubrieron, algunos argentinos y algunos cubanos se turnaron para dormir en la fosa del Che por temor a que se robaran los restos. La misma muerte que había escondido su cuerpo años atrás, esta vez ni siquiera se le acercó. Es que ahora, por cada hueso quieto de Guevara había miles y miles de huesos inquietos que lo defendían con uñas y dientes.
La palabra Che ya no tenía una sola sílaba. Tenía un millón. Y llevaba tilde…
Escrito por Santiago Capriata