viernes, 8 de enero de 2016

Stephen Hawking y la historia de los agujeros negros

El origen de los estudios que condujeron a los agujeros negros se remonta a la década de 1930, cuando el físico de origen hindú Subrahamanyan Chandrasekhar y el ruso Lev Landau mostraron que en la teoría de la gravitación newtoniana un cuerpo frío de masa superior a 1,5 veces la del Sol no podría soportar la presión producida por la gravedad. Este resultado condujo a la pregunta de qué sucedería según la relatividad general. Robert Oppenheimer y dos de sus colaboradores (Volkoff y Snyder) demostraron en 1939 que una estrella de semejante masa se colapsaría hasta reducirse a una singularidad, esto es, a un punto de volumen cero y densidad infinita.
Pocos prestaron atención, o creyeron, en las conclusiones de Oppenheimer y sus colaboradores y su trabajo fue ignorado durante más de dos décadas. Introduciendo poderosas técnicas matemáticas, a mediados de la década de 1960 el matemático y físico británico Roger Penrose y el físico Stephen Hawking demostraron que las singularidades eran inevitables en el colapso de una estrella si se satisfacían ciertas condiciones.
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Hawking en 2008, durante una conferencia para celebrar el 50 aniversario de la NASA. Crédito: NASA/Paul E. Alers
Un par de años después de que Penrose y Hawking publicasen sus primeros artículos, la física de las singularidades del espacio-tiempo se convirtió en la de los «agujeros negros», un término afortunado que no ha hecho sino atraer la atención popular sobre este ente físico. El responsable de esta aparentemente insignificante pequeña revolución terminológica fue el físico estadounidense, John A. Wheeler, a quien se lo sugirió alguien del público en una conferencia en el otoño de 1967.
Aunque la historia de los agujeros negros tiene sus orígenes en los trabajos de índole física de Oppenheimer y sus colaboradores, durante algunos años predominaron los estudios puramente matemáticos, como los citados de Penrose y Hawking. La idea física subyacente era que debían representar objetos muy diferentes a cualquier otro tipo de estrella, aunque su origen estuviese ligado a éstas.
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Gráfico de simulación de un agujero negro situado en frente de la Gran Nube de Magallanes. Crédito: Alain r
Surgirían cuando, después de agotar su combustible nuclear, una estrella muy masiva comenzase a contraerse irreversiblemente debido a la fuerza gravitacional. Así, llegaría un momento en el que se formaría una región (denominada «horizonte») que únicamente dejaría entrar materia y radiación, sin permitir que saliese nada, ni siquiera luz (de ahí lo de «negro»): cuanto más grande es, más come, y cuanto más come, más crece. En el centro del agujero negro está el punto de colapso. De acuerdo con la relatividad general, allí la materia que una vez compuso la estrella es comprimida y expulsada aparentemente «fuera de la existencia».
Evidentemente, «fuera de la existencia» no es una idea aceptable. Ahora bien, existe una vía de escape a semejante paradójica solución: la teoría de la relatividad general no es compatible con los requisitos cuánticos, pero cuando la materia se comprime en una zona muy reducida son los efectos cuánticos los que dominarán. Por consiguiente, para comprender realmente la física de los agujeros negros es necesario disponer de una teoría cuántica de la gravitación (cuantizar la relatividad general o construir una nueva teoría de la interacción gravitacional que sí se pueda cuantizar), una tarea aún pendiente en la actualidad, aunque se hayan dado algunos pasos en esta dirección, uno de ellos debido al propio Hawking, el gran gurú de los agujeros negros: la denominada «radiación de Hawking», que es la predicción de que, debido a procesos de índole cuántica, los agujeros negros no son tan negros como se pensaba, pudiendo emitir radiación.
No sabemos, en consecuencia, muy bien qué son estos misteriosos y atractivos objetos. De hecho, ¿existen realmente? La respuesta es que sí. Cada vez hay mayores evidencias en favor de su existencia. En la actualidad se acepta generalmente que existen agujeros negros supermasivos en el centro de aquellas galaxias (aproximadamente el 1% del total de galaxias del Universo) cuyo núcleo es más luminoso que el resto de toda la galaxia. De manera indirecta se han determinado las masas de esos superagujeros negros en más de doscientos casos, pero sólo en unos pocos de manera directa; uno de ellos está en la propia Vía Láctea.
Más información sobre agujeros negros en el ensayo “El mundo después de la revolución: la física de la segunda mitad del siglo XX”, de José Manuel Sánchez

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