sábado, 3 de septiembre de 2016

Los días que nunca existieron

William Shakespeare y Miguel de Cervantes fallecieron en la misma fecha, el 23 de abril de 1616. Y sin embargo, el autor español murió diez días antes que el británico. No hay acertijo ni trampa: sencillamente, por entonces se empleaban diferentes calendarios en España y en Inglaterra. Cuando Cervantes falleció, el 23 de abril, en Gran Bretaña aún era día 13. El capricho del azar quiso que la vida de Shakespeare terminara también el día 23 según el calendario local, cuando en España ya era 3 de mayo.
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El origen de esta curiosa discrepancia se remonta a más de tres decenios antes, cuando se adoptó por primera vez la reforma que introdujo el Calendario Gregoriano. Hasta 1582 el mundo occidental se regía según el Calendario Juliano, introducido por Julio César en el año 46 antes de Cristo. El problema del Calendario Juliano era que no se adaptaba fielmente a los años naturales. El resultado fue que, con el paso de los siglos, el comienzo de la primavera se había adelantado hasta el 10 de marzo.

En busca de un calendario más natural

Además, dado que la fecha de la Semana Santa se calcula por una regla dependiente del calendario llamada Computus, la celebración de la Pascua cristiana se había alejado de su vínculo tradicional con el equinoccio de primavera. Según resume a OpenMind el astrónomo y jesuita George V. Coyne, exdirector del Observatorio Astronómico Vaticano y coeditor del libro “Gregorian Reform of the Calendar” (1983), «la Semana Santa se estaba convirtiendo en un festival de invierno».
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Monumento al papa Gregorio XIII, en la Basílica de San Pedro (Vaticano). Crédito: Richard Mortel
En el siglo XVI el Papa Gregorio XIII encargó la tarea de diseñar un nuevo calendario. De espíritu reformista y gran impulsor de las artes y las ciencias, Gregorio XIII asignó la labor a una comisión que adoptó el calendario creado por el italiano Luis Lilio y perfeccionado por el alemán Cristóbal Clavio. El nuevo calendario era más fiel al año natural, pero además era necesario compensar el error acumulado hasta entonces; la bula papal “Inter Gravissimas”, publicada el 24 de febrero de 1582, disponía que al jueves 4 de octubre de aquel año le seguiría el primer día del nuevo calendario: viernes 15 de octubre. Así pues, aquel año desaparecieron diez días (del 5 al 14 de octubre). La elección de las fechas no fue casual; según Coyne, «eran los días en los que había menos festividades de santos».

España, Portugal, Italia y Polonia fueron los pioneros

El rey español Felipe II, gran aliado de Gregorio XIII, adoptó de inmediato el nuevo calendario en todos sus territorios, que incluían España, Portugal, gran parte de Italia y las colonias de ultramar. Lo mismo hizo la Mancomunidad de Polonia-Lituania. Francia siguió el 9 de diciembre del mismo año, y poco después lo hicieron algunas provincias de los Países Bajos. Sin embargo, otros países no católicos o con minorías protestantes considerables se resistieron al cambio.
Según explica a OpenMind el padre Paul Gabor, astrónomo y subdirector del Grupo de Investigación del Observatorio Vaticano en Tucson (Arizona), «adoptar el Calendario Gregoriano habría sido como reconocer la autoridad papal», algo entonces impensable en Inglaterra. «Considerando todo esto, la verdadera pregunta es: ¿cómo es posible que el Calendario Gregoriano se haya convertido en el esquema de tiempo dominante en el mundo de hoy?», reflexiona el jesuita.

Miedo a perder diez días de vida

A pesar de que la bula papal especificaba que los diez días perdidos no se considerarían a efectos de impuestos y vencimientos de deudas, lo cierto es que a partir de entonces se creó una dualidad de calendarios. «A la vida cotidiana le llevó un tiempo ajustarse», señala Coyne. Por su parte, Gabor opina que el impacto fue mínimo: «Curiosamente, los autores que escriben sobre la resistencia de la gente normal a aceptar el nuevo calendario parecen centrarse en el miedo, obviamente sin fundamento, de que de alguna manera la transición iba a arrebatar diez días de la vida de las personas».
Con todo, la vigencia de dos calendarios dio lugar a situaciones singulares. El rey Guillermo III de Inglaterra zarpó el 11 de noviembre de 1688 desde los Países Bajos, para tocar puerto en Brixham el 5 de noviembre, puesto que Gran Bretaña y su imperio no adoptaron la reforma del calendario hasta el 2 de septiembre de 1752. En Alaska el cambio entró en vigor el 6 de octubre de 1867, cuando el territorio fue adquirido por Estados Unidos a Rusia. En este último país aún regía el Calendario Juliano; de hecho, la Revolución rusa de octubre de 1917 se produjo en noviembre para los países occidentales, ya que Rusia no cambiaría de sistema hasta el 31 de enero de 1918. Hasta 1923, cuando Grecia fue el último país europeo en sumarse al cambio, era frecuente que los documentos reflejaran dos fechas diferentes. Hoy el Calendario Gregoriano rige en la mayor parte del mundo, aunque las iglesias cristianas ortodoxas continúan fieles al sistema Juliano.

Un gran problema astronómico

La raíz de todo este embrollo, en palabras de Coyne, es que «las tres unidades naturales de tiempo, día, mes y año, no son conmensurables». Históricamente, la definición de un calendario preciso ha sido «una de las motivaciones más importantes para estudiar astronomía», según valora para OpenMind el astrónomo y jesuita Guy Consolmagno, actual director del Observatorio Vaticano. Muchos calendarios históricos, como el islámico, se basan en los ciclos lunares, con una duración media de los meses de 29,5 días. El problema es que no hay una correspondencia entre los ciclos lunares y el año solar. El Calendario Romano, originalmente lunar, se convirtió en lunisolar al añadir un tiempo de ajuste que no se asignaba a ningún mes.
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El “Lunario” del Vaticano informa de la reforma del calendario. Crédito: Biblioteca del Vaticano
La reforma de Julio César abordó este problema al introducir un calendario solar, pero había un inconveniente adicional: el año natural no dura exactamente 365 días, sino 365,24219, como promedio. Para compensar este error, el Calendario Juliano inventó el año bisiesto (de 366 días) incorporando un día adicional cada cuatro años y dando así a cada año una duración media de 365,25 días. Incluso así, se iba acumulando un error de un día cada 128 años. Por eso en el siglo XVI el equinoccio de primavera ya se había adelantado del 21 al 10 de marzo, lo que justificó la necesidad de la Reforma Gregoriana en 1582 y la pérdida de diez días ese año para adaptarse. Los países que hicieron el cambio siglos más tarde fueron acumulando aún más días de desfase y así, en la Rusia soviética fueron 13 los días que nunca existieron, en 1918.
El Calendario Gregoriano, vigente hoy en día, dicta que los años divisibles por 100 solo son bisiestos si son también divisibles por 400 (ej: el año 2000 fue bisiesto, pero no lo fue el 1900 ni lo será el 2100), lo que resulta en una duración media anual de 365,2425 días y un error de solo un día cada 3.226 años: de seguir así, no tendremos que volver a saltarnos un día hasta el año 4808.
Por Javier Yanes para V

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