(El 27 de enero de 1945 fue liberado el campo de concentración de Auschwitz, matadero de un sinfín de hombres y de ninguna vaca: allí, alrededor de dos millones de judíos fueron comidos por los crematorios, las pulgas, las chinches, el tifus, la escarlatina, el sarampión, la difteria y la diarrea. A los más afortunados, aquellos que pudieron escaparse del infierno, el diablo los persiguió con su diente más afilado: el recuerdo. Aquí, cuatro historias mínimas de sobrevivientes.)
Herman Hollenreiner ingresó a Auschwitz a los nueve años. A los once, lo liberaron. Solo y en un tren arribó a París. Una familia lo recogió en la calle. En la nueva vivienda, Herman Hollenreiner no paró un minuto de temblar y pidió a los gritos que lo dejaran dormir en el suelo. Semanas después, lo internaron en un hospital psiquiátrico. En aquel reformatorio recibió varias descargas eléctricas porque, entre otras cosas, no quería agarrar el cuchillo y el tenedor a la hora de comer.
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Cuando estaba en sexto grado, a Axel Kor lo arrinconaron en uno de los baños del colegio y lo azotaron con una toalla. “Eres un judío sucio”, le gritaron sus compañeritos mientras le pegaban. Más adelante encontró dibujadas unas esvásticas en las paredes de su hogar. Y luego, le diagnosticaron un cáncer de testículo. Su madre, que había sufrido las brutalidades de Auschwitz, lo invitó a luchar: “Tu padre es un sobreviviente, yo soy una sobreviviente, tú serás un sobreviviente". Axel Kor tiene ahora cincuenta y cuatro años, y de su cáncer no hay noticias.
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Tadeusz Smreczynski permaneció seis semanas en Auschwitz. Allí juró que estudiaría medicina si las cámaras de gas no lo mataban antes. Y no lo mataron. Y se convirtió en doctor. Y quisieron afiliarlo al partido comunista. Y se negó. Y lo obligaron. Y luego de seis años pudo abandonar el ejército. Y montó un consultorio. Y su consultorio quedaba a diez cuadras del campo de concentración en el que había estado. Y compró una casa. Y su casa residía en una calle que se llamaba “Víctimas de Auschwitz”. Y así, día tras día, el letrero de la esquina invitó al médico a salvarse, todas las mañanas, su propia vida.
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Halina Birenbaum se comprometió tres años después de salir de Auschwitz. Tuvo un hijo: Yakov Gilad. Él todavía iba al jardín cuando le preguntó a su mamá “por qué se había dibujado la mano”. Halina respondió que el dibujito que llevaba en su brazo izquierdo era, en realidad, el número que le habían tatuado los alemanes para identificarla. Sin pelos en la lengua, ella le confesó los espantos con lujos de detalle. Yakov Gilad no necesitó juntarse con sus amiguitos a ver películas de terror. Él, sin verlas, las vivió todas. Y sufrió mucho. Cuando por fin dejó de perseguirlo el llanto, su libreta clínica estaba repleta de dibujitos. Los dibujitos eran, en realidad, muchísimos sellos: sellos que decían que Yakov Gilad había hecho, lágrima a lágrima, cuarenta años de terapia.
ESCRITO POR SANTIAGO CAPRIATA
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