miércoles, 17 de agosto de 2016

ANIMALARIO
Pablo Neruda nunca aprendió a multiplicar y a dividir porque en las horas en las debió aprender a multiplicar y a dividir, él, en cambio, prefirió seguir sumando: de escarabajos colmó sus bolsillos, y de arañas peludas todas sus cajas.
En una reunión familiar durante su infancia degollaron a un cordero y, con la sangre, llenaron una copa. Una copa para Neruda, que se la tomó a regañadientes. Nadie se dio cuenta de que en la sangre también flotaba un trauma.
En Puerto Saavedra, lugar donde veraneó en su adolescencia, descubrió el mar y juntó algunas caracolas. Fueron las primeras, de las más de siete mil que coleccionó en su vida.
En 1921, a sus 17 años, ganó el concurso anual de poesía de la Federación de Estudiantes, en Santiago. Por su voz aflautada, de grillo en desarrollo, un compañero suyo subió al escenario de premiación y habló por él.
En 1927, mientras ejercía la función de cónsul chileno en Birmania, conoció a Josie Bliss, la primera mujer con la que convivió. Josie Bliss, enferma de celos, solía caminar alrededor de la cama con cuchillo en mano. Josie Bliss, para Neruda, fue la “Pantera”.
Al poco tiempo, en Colombo, su perro Cutaco lo salvó del tren y de la muerte.
En 1934 se enamoró de Delia del Carril, su segunda esposa. Delia del Carril era una mujer tan luminosa como inquieta que soltaba los reproches pellizcando con las uñas de los dedos, como si picara. Delia del Carril, para Neruda, fue la “Hormiguita”.
Cuatro años después adquirió una casa con vista al mar a la que llamó “Isla Negra”. En los bosques que rodeaban a la vivienda de San Antonio cazó todo tipo de mariposas y organizó rutinas de fin de semana para ir a escuchar el canto de los pájaros.
Una década más tarde fue perseguido en su país por agentes de investigaciones y centenares de carabineros con orden de disparar. Había cometido el delito de alzar la voz en defensa de los obreros que se morían en las minas de carbón. Entre principios de 1948 y 1949 vivió clandestinamente en las casas de sus amigos. Y en sus patios, claro: aun con el peligro de que una bala le entrara por la frente, él salía a los jardines y colocaba frasquitos con agua y azúcar en los arbustos. ¿Para qué? Para atraer a los colibríes.
A mediados de febrero de 1949, se propuso escapar de Chile. A lomo de caballo atravesó la Cordillera de los Andes y tocó suelo argentino. Llevaba consigo una documentación falsa. No figuraba como poeta. Figuraba como ornitólogo, especialista en aves.
El 21 de octubre de 1971, luego de haber publicado más de 30 títulos desde el primero en 1923, recibió el premio Nobel de Literatura. En ese entonces era embajador de Chile en Francia. Allí, en la embajada, escuchó la noticia. Pero no la escuchó solo: el león de peluche que estaba en su despacho no pudo rugir de felicidad, pero también quiso.
El 23 de septiembre de 1973, doce días después del golpe de estado encabezado por Augusto Pinochet, Pablo Neruda murió de cáncer y de tristeza en la clínica Santa María.
Camino al velatorio en su casa de “La Chascona”, el coche fúnebre que trasladaba al poeta que en sus líneas había mencionado desde ranas hasta bueyes, desde elefantes hasta medusas, desde leopardos hasta lagartijas, pasó por la puerta del Zoológico Nacional de Chile, como si supiera.
La Chascona, horas antes de transformarse en funeral, fue allanada por los militares de turno, que rompieron las ventanas, quemaron los libros, destruyeron los cuadros…y la inundaron. La inundaron desviando el canal de agua que pasaba por arriba de la casa.
Se creyeron, quizás, que así iban a poder ahogar a Neruda y a su canto entero. Se olvidaron, quizás, que el símbolo favorito de Neruda era justamente el pez.
El pez.
Porque los pescados eran ellos.
ESCRITO POR SANTIAGO CAPRIATA

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